Al final del episodio nueve de la quinta temporada de Juego de Tronos, la incertidumbre acerca de qué me depararía el último capítulo me llevó a aplicar las herramientas de la Literatura comparada. Tal vez así sabría cuál iba a ser la única reacción posible a la acción atroz que acababa de presenciar. Stannis Baratheon, como Abraham en el Génesis y como Agamenón en la Orestíada, no había dudado en acatar la sugerencia divina de sacrificar a su hija.
Sabemos que en la tradición judeocristiana Yahveh frenó a Abraham antes de que cortara el cuello de Isaac. El dios judeocristiano puso a prueba la fe de su fiel, pero evitó el infanticidio. La griega Artemisa, por su parte, aceptó la sangre de Ifigenia y retribuyó a Agamenón con unos vientos favorables para su regreso a Argos.
A la vista de estos precedentes, si George R.R. Martin era un autor judeocristiano, la muerte de la princesa Shireen no quedaría impune, mucho menos premiada. El mal padre adoraba al dios equivocado y sería castigado por la lógica narrativa...