Irene Zoe Alameda

La cinta de Álex, ahora disponible en Amazon (Worldwide), Amazon (España), Filmin y FlixOlé

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  • Jueves, 31 Enero, 2019

    Cartel de la película Creed 2, de Steven Caple Jr

    Por fin llega a nuestras carteleras la segunda parte de Creed, la nueva saga sobre el mundo del boxeo destinada a formar parte de la filmoteca de los nacidos en los años noventa del pasado siglo. Creed 2 recoge la tradición iniciada hace 42 años por Rocky, al tiempo que se convierte en algo nuevo y atractivo. El secreto de la longevidad de la serie de Rocky Balboa, ahora continuada por Adonis Creed, reside en unos guiones capaces de incorporar capas de dramatismo a una historia aparentemente simple en su diseño.

    La primera entrega, firmada por Ryan Coogley, logró reformular el mito de Rocky actualizando sus principales elementos: el aspirante italoamericano, pobre y sin ninguna posibilidad, se convierte ahora en un muchacho afroamericano acomodado y heredero natural al trono del boxeo, pero aplastado por la responsabilidad y el deber hacia la
    memoria de su padre; la novia del héroe ya no es una dulce joven dócil y abnegada, sino una artista fuerte que se relaciona en términos de igualdad con su pareja; la geo-política de la guerra fría que impregna todas las películas de Rocky, en especial Rocky IV, ha permutado en sus devastadoras consecuencias a nivel individual y familiar, y a través del personaje de Ivan Drago y de su hijo Viktor funciona como catalizador para la peripecia de Creed 2.

    Es probable que parte del éxito de esta cinta resida en el guion, como si todo un curso de estructuras narrativas hubiera sido compactado de forma brillante por los guionistas Juel Taylor y Sylvester Stallone. Así, Adonis Creed se enfrentará a un adversario imponente, el hijo del hombre que mató a su padre en el ring, y para hacerlo tendrá que emprender un viaje y renacer física y espiritualmente; y precisamente haciéndolo optará a conquistar la gloria, pero en sus propios términos. Para Creed 2 Coogley, ahora productor ejecutivo, ha dado paso a su compañero de promoción en la Universidad de South Carolina, Steven Caple Jr, quien con una dirección detallista, exuberante en planos y de montaje ágil refresca elementos clásicos del género, dotando de emoción y veracidad un material que, de entrada, no tenía garantizado convertirse en una gran película.

    En esta producción exquisita, volcada en complacer al público mayoritario sin caer en lo simple, destaca el equilibrio logrado en el reparto: los veteranos nostálgicos volverán a encontrarse con Sylvester Stallone como el viejo Rocky, a Dolph Lundgren como el hermético Ivan Drago e incluso con Brigitte Nielsen en su papel de femme fatal del cruel orden exsoviético. Pero para asegurar la vitalidad del mito, las extraordinarias actuaciones de los protagonistas, Michael B. Jordan y Tessa Thompson (estos sí son grandes actores con mayúsculas) facilitan el camino a posibles nuevas entregas.

    Creed 2 no solo no decepciona, sino que es una grata sorpresa para los amantes de la saga y para quienes disfrutan del cine predecible y de corte clásico.

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    Culturamas

  • Viernes, 25 Enero, 2019

    Cartel de Creed 2, de Steven Caple Jr.

     

    Por fin llega a nuestras carteleras la segunda parte de Creed, la nueva saga sobre el mundo del boxeo destinada a formar parte de la filmoteca de los nacidos en los años noventa del pasado siglo. 

    Creed 2 recoge la tradición iniciada hace cuarenta y dos años por Rocky, al tiempo que se convierte en algo nuevo y atractivo. El secreto de la longevidad de la serie de Rocky Balboa, ahora continuada por Adonis Creed, reside en unos guiones capaces de incorporar capas de dramatismo a una historia aparentemente simple en su diseño. 

    La primera entrega, firmada por Ryan Coogley, logró reformular el mito de Rocky actualizando sus principales elementos: el aspirante italoamericano,pobre y sin ninguna posibilidad, se convierte ahora en un muchacho afroamericanoacomodado y heredero natural al trono del boxeo, pero aplastado por la responsabilidad y el deber hacia la memoria de su padre; la novia del héroe ya no es una dulce joven dócil y abnegada, sino una artista fuerte que se relaciona en términos de igualdad con su pareja; la geo-política de la guerra fría que impregna todas las películas de Rocky, en especial Rocky IV, ha permutado en sus devastadoras consecuencias a nivel individual y familiar, y a través del personaje de Ivan Drago y de su hijo Viktor funciona como catalizador para la peripecia de Creed 2.

    Es probable que parte del éxito de esta cinta resida en el guion, como si todo un curso de estructuras narrativas hubiera sido compactado de forma brillante por los guionistas Juel Taylor y Sylvester Stallone. Así, Adonis Creed se enfrentará a un adversario imponente, el hijo del hombre que mató a su padre en el ring, y para hacerlo tendrá que emprender un viaje y renacer física y espiritualmente; y precisamente haciéndolo optará a conquistar la gloria, pero en sus propios términos. 

    Para Creed 2 Coogley, ahora productor ejecutivo, ha dado paso a su compañero de promoción en la Universidad de South Carolina, Steven Caple Jr., quien con una dirección detallista, exuberante en planos y de montaje ágil refresca elementos clásicos del género, dotando de emoción y veracidad un material que, de entrada, no tenía garantizado convertirse en una gran película. 

    En esta una producción exquisita, volcada en complacer al público mayoritario sin caer en lo simple, destaca el equilibrio logrado en el reparto: los veteranos nostálgicos volverán a encontrarse con Sylvester Stallone como el viejo Rocky, a Dolph Lundgren como el hermético Ivan Drago e incluso con Brigitte Nielsen en su papel de femme fataldel cruel orden exsoviético. Pero para asegurar la vitalidad del mito, las extraordinarias actuaciones de los protagonistas, Michael B. Jordan y Tessa Thompson (estos sí son grandes actores con mayúsculas) facilitan el camino a posibles nuevas entregas.

    Creed 2no solo no decepciona, sino que es una grata sorpresa para los amantes de la saga y para quienes disfrutan del cine predecible y de corte clásico. 

     

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    El Cotidiano

  • Viernes, 29 Septiembre, 2017

    En su última película, Darren Aronofsky ha caído en la casi inevitable trampa/tentación que aguarda a los autores verdaderamente innovadores: dejarse arrastrar hasta los confines de su particular universo hasta romper todo vínculo con la comunicabilidad. A partir de esta premisa, es fácil comprender las extremas reacciones de un público bipolar ante la experiencia a la que invita ¡Madre!: una minoría se queda transida, mientras que otra parte sale irritada y haciendo aspavientos de la sala antes de que concluya la proyección. Es como si el director gritara: “¡Pasen y vean cuanto habita en mi psique, y admiren con cuánta fiabilidad transfiero mis emociones a la pantalla!”

     

    Es ¡Madre! un ejercicio cinematográfico virtuoso. Como cineasta, la película me mantuvo anclada a la butaca, superada por la capacidad de Aronofsky de recrear con medios audiovisuales el bucle, espeso, lógico y reiterativo, de sus obsesiones, de ese nudo gordiano sobre el que late su atractiva visión. Como espectadora, admito que el resultado es un auténtico desastre: en el primer tercio del filme vemos cómo la pareja formada por los actores Jennifer Lawrence y Javier Bardem se ve sobrepasada por la llegada de unos extraños visitantes. Esa maravillosa tensión creada en el primer tercio del filme se mantiene a duras penas en el segundo, envuelto en el desconcierto, y se disuelve en demencia en el tercero, cuando la película transita hasta el terreno surrealista y se desmorona en un ataque de diarrea visual. Los últimos treinta minutos son tediosa incontención, subordinada a unas intenciones metafóricas más propias de la poesía que del cine.

     

    No es esta una obra apta para todos los espectadores: habrá quienes la desprecien y quienes la adoren. Al fin y al cabo, ¡Madre! recoge la vivencia psicológica de un genio, Aronofsky, en el punto álgido de su ego, y expresa con detalle y de forma desinhibida cuantas certezas articulan su proceso de la creación. Solo en ese sentido unidireccional la cinta es un milagro. Con un Javier Bardem tan extraordinario que si sitúa ya fuera de los parámetros que bareman a los mejores actores, su encarnación del demiurgo quedará grabada en los anales de la historia del cine.

     

    Faltan las palabras, pues, para describir semejante proeza interpretativa, como apenas las hay para loar los exquisitos personajes encarnados por Ed Harris y Michelle Pfeiffer, capaces de dar vida a la pesadilla del director sin por ello desconectarse de la realidad.

     

    Con ¡Madre!, el director de Réquiem por un sueño, La fuente de la vida, El luchador, Cisne negro y Noé ha asumido un riesgo muy grande en su carrera. Si en un futuro cercano es capaz de regresar a su narrativa, viscosa y magnética, logrará recuperar el favor del público mayoritario, quien perdonará esta “debilidad” de genio. Desgraciadamente, muchos se quedan encallados tras ese salto mortal.

     

    Estamos atentos.

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    El Cotidiano

  • Jueves, 6 Julio, 2017

    Se estrena en España con varios meses de retraso Día de patriotas, del veterano director Peter Berg (Único supervivienteMarea negraHancockLa sombra del reino) también productor de películas tan especiales como Comanchería y de series como The Leftovers. La cinta recoge las 77 horas que mediaron entre los bombardeos del Maratón de Boston y la captura de los terroristas.

    Es esta una película que difícilmente conectará con la audiencia española, ya que tanto su temática como su enfoque hacen lo contrario de lo que suelen las obras más caras de Hollywood: en vez de abrir el conflicto hasta hacerlo trascender a una perspectiva global, lo cierra hasta convertirlo en una oda a la heroicidad y entrega de los humildes habitantes de Boston. Tanto es así, que estrellas de la talla de Mark Wahlberg (actor y productor de la prolífica pareja creativa Berg-Wahlberg), John Goodman, J.K.. Simmons, Michelle Monaghan o Kevin Bacon se mueven por la pantalla bajo la discreta batuta de Berg con tal pericia que el espectador olvida que está viendo una superproducción. En su lugar, se ve imbuido con una nitidez documental en la tragedia vivida entre los días 15 y 19 de abril de 2013.

    Presentados todos los personajes –las víctimas mutiladas, las fuerzas de seguridad y los terroristas- desde las horas previas a las explosiones, el guión consigue hacernos entrar en la rutina de una comunidad cohesionada y optimista en un hermoso día de celebración. Cuando el acto caprichoso y frívolo de los hermanos Tsarnaev introduce una disrupción en la armonía de la pequeña ciudad, todos los habitantes se aprestan a colaborar hasta la eliminación de la amenaza. Los actos de heroicidad se limitan al compromiso de cada ciudadano con hacer lo correcto, anteponiendo el servicio a su comodidad, e incluso a su seguridad. Cada uno hace lo propio hasta el límite de sus posibilidades: el agente de policía Tommy Saunders (Wahlberg), que arrastra su cojera en una jornada en la que debería haber estado de baja, pero cuyo conocimiento de las calles de Boston permite a los detectives aislar el material recogido por las cámaras en un tiempo record para identificar a los criminales; el sargento Jeffrey Pugliese (Simmons), quien arriesga su vida para atrapar a los culpables justo antes de su inminente y merecida jubilación; el estudiante chino Dun Meng (Jimmy O. Yang), que escapa de sus captores y contribuye de forma decisiva a darles caza…

    Día de Patriotas es, por consiguiente, un ejercicio virtuoso sobre todo por lo que evita ser. Voluntariamente localista y consciente de que un atentado de tres víctimas (cuatro si contamos con uno de los terroristas) difícilmente podría erigirse en símbolo, rehúye la tentación de virar hacia el canto gratuitamente nacionalista o el ejercicio lacrimógeno. Coescrita por cinco guionistas y con un presupuesto de 45 millones de dólares, es la prueba palpable de que la industria cinematográfica puede hacer las cosas realmente bien pese a hacerlas a lo grande. En una época en la que se aplaude a las películas cuanto menor haya sido su presupuesto, es innegable que proyectos solventes, ambiciosos y dignos como este no serían posibles sin la fascinante maquinaria hollywoodiense.

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    El Cotidiano

  • Lunes, 26 Junio, 2017

    Con tres semanas de retraso con respecto al estreno mundial llega a las pantallas españolas la segunda película de la directora Patty Jenkins (Monster, 2004), quien ha pasado trece años esperando una nueva oportunidad de demostrar su prodigiosa destreza para crear personajes veraces y profundos, dentro de una narrativa dinámica y adictiva. El guion, firmado por el productor televisivo Allan Heinberg, está erigido sobre una elegante interrelación entre mito e historia, lo que simplifica la diatriba bien-mal sin necesariamente resultar en un argumento ingenuo o estúpido, un peligro en el que han caído algunas cintas de súperhéroes.

     

    Es imposible subestimar la importancia de Wonder Woman dentro de la historia del arte contemporáneo: estamos ante el advenimiento de una nueva etapa en la tan ansiada igualdad de género, siendo el cine hoy en día uno de los medios de mayor impacto en la sociedad. No solo se trata de una historia más (creada en 1941) de la factoría DC Comics llevada a la gran pantalla: se trata del fin del prejuicio que disuadía a las productoras de poner en el centro de las tramas a un personaje femenino, y se trata de la consagración de un nuevo tipo de protagonista –mujer- con luces y sombras, capaz de evolucionar a lo largo de su travesía. Lo que la tetralogía de los Juegos del hambre inició en 2012 lo ha consagrado definitivamente esta película.

     

    El filme cuenta con pasajes rutilantes que se quedan grabados en la retina del público, como los que se desarrollan en la isla de Themyscira. Lo novedoso de la propuesta es que el atractivo, irresistible, de las amazonas reside en su dureza y en su poder, no en su dulzura ni en su vulnerabildad. Robin Wright, en el personaje de Antiope, tía de la princesa Diana, pese a aparecer unos pocos minutos en la pantalla, deja una huella indeleble. Por otra parte, divertida por obvia y también por audaz es la secuencia en la que una Diana Prince / Wonder Woman de incógnito y hasta con gafas–Gal Gadot- camina por el Londres Londres de la II Guerra Mundial junto a Steve Trevor –Chris Pine- y es atacada por unos criminales. La directora consigue emular, invirtiéndola con sutil ironía, la vieja escena de 1978 en la que Superman es atacado junto a Lois Lane en Metropolis.

     

    Wonder Woman es un producto sencillamente perfecto: reúne dosis de humor, acción, romance y suspense. Aunque el diseño de producción no es sobresaliente –a excepción de Themyscira- y a veces pesa demasiado tanta posproducción digital-, la muy trabajada dirección de actores (David Thewlis, Elena Anaya y Dany Huston encarnan magistralmente a los villanos) consigue dotar a la obra del suficiente peso como para que la audiencia atienda a los avatares de los personajes.

     

    No me cabe la menor duda de que en poco tiempo tendremos la siguiente entrega de las aventuras de esta entrañable y admirada heroína. La esperamos con ansia, con la certeza de que su presencia feminista en nuestro mundo, y su influencia en las mentes de nuestras niñas y niños, hará mucho, mucho bien.

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    Culturamas

  • Viernes, 23 Junio, 2017

    Con tres semanas de retraso con respecto al estreno mundial llega a las pantallas españolas la segunda película de la directora Patty Jenkins (Monster, 2004), quien ha pasado trece años esperando una nueva oportunidad de demostrar su prodigiosa destreza para crear personajes veraces y profundos, dentro de una narrativa dinámica y adictiva. El guion, firmado por el productor televisivo Allan Heinberg, está erigido sobre una elegante interrelación entre mito e historia, lo que simplifica la diatriba bien-mal sin necesariamente resultar en un argumento ingenuo o estúpido, un peligro en el que han caído algunas cintas de súperhéroes.

     

    Es imposible subestimar la importancia de Wonder Woman dentro de la historia del arte contemporáneo: estamos ante el advenimiento de una nueva etapa en la tan ansiada igualdad de género, siendo el cine hoy en día uno de los medios de mayor impacto en la sociedad. No solo se trata de una historia más (creada en 1941) de la factoría DC Comics llevada a la gran pantalla: se trata del fin del prejuicio que disuadía a las productoras de poner en el centro de las tramas a un personaje femenino, y se trata de la consagración de un nuevo tipo de protagonista –mujer- con luces y sombras, capaz de evolucionar a lo largo de su travesía. Lo que la tetralogía de los Juegos del hambre inició en 2012 lo ha consagrado definitivamente esta película.

     

    El filme cuenta con pasajes rutilantes que se quedan grabados en la retina del público, como los que se desarrollan en la isla de Themyscira. Lo novedoso de la propuesta es que el atractivo, irresistible, de las amazonas reside en su dureza y en su poder, no en su dulzura ni en su vulnerabildad. Robin Wright, en el personaje de Antiope, tía de la princesa Diana, pese a aparecer unos pocos minutos en la pantalla, deja una huella indeleble. Por otra parte, divertida por obvia y también por audaz es la secuencia en la que una Diana Prince / Wonder Woman de incógnito y hasta con gafas–Gal Gadot- camina por el Londres Londres de la II Guerra Mundial junto a Steve Trevor –Chris Pine- y es atacada por unos criminales. La directora consigue emular, invirtiéndola con sutil ironía, la vieja escena de 1978 en la que Superman es atacado junto a Lois Lane en Metropolis.

     

    Wonder Woman es un producto sencillamente perfecto: reúne dosis de humor, acción, romance y suspense. Aunque el diseño de producción no es sobresaliente –a excepción de Themyscira- y a veces pesa demasiado tanta posproducción digital-, la muy trabajada dirección de actores (David Thewlis, Elena Anaya y Dany Huston encarnan magistralmente a los villanos) consigue dotar a la obra del suficiente peso como para que la audiencia atienda a los avatares de los personajes.

     

    No me cabe la menor duda de que en poco tiempo tendremos la siguiente entrega de las aventuras de esta entrañable y admirada heroína. La esperamos con ansia, con la certeza de que su presencia feminista en nuestro mundo, y su influencia en las mentes de nuestras niñas y niños, hará mucho, mucho bien.

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    El Cotidiano

  • Lunes, 5 Junio, 2017

    El próximo viernes día 2 de junio se estrena Norman, subtitulada en español como  “El hombre que lo conseguía todo”, en su versión original “Moderado auge y trágica caída de un conseguidor neoyorquino”.

     

    La cinta narra las humillantes y paradójicas peripecias de Norman Oppenheimer, un pretendido hombre de negocios que logra entablar una relación de amistad con Micha Eshel, un prometedor político que, tres años más tarde, se convierte en el primer ministro de Israel. Con el advenimiento de Eshel al poder, Norman pasa a ser, sin pretenderlo, una figura influyente de la esfera política internacional.

     

    Dejando de lado su reparto de ensueño, tan del gusto del cine underground de la costa Este –Michael Sheen, Lior Ashkenazi, Steve Buscemi, Charlotte Gainsbourg, Dan Stevens, Hank Azaria, Scott Shepherd, Isaach De Bankolé-, el interés de la cinta reside en la filiación artística del enigmático protagonista, pariente cercano del mítico escribiente Bartleby de Melville, o de los personajes de las historias de Franz Kafka, de Saul Bellow y de Isaac Bashevis Singer en el terreno literario; descendiente claro en el celuloide del hilarante e impávido jardinero Mr. Chance de Being There, del simplón y adorable Forrest Gump, o de algunos sujetos de las comedias de Mel Brooks y los hermanos Cohen. No obstante, la incapacidad del personaje interpretado por Richard Gere para invocar simpatía o ternura en el espectador sitúa esta obra en las antípodas de sus referentes.

     

    En efecto, a diferencia de sus predecesoras, esta película fracasa a la hora de despertar interés por los avatares que le sobrevienen al obstinado Norman. Allá donde audiencia empatizaba genuinamente con Mr. Chance en una borrachera de incredulidad, curiosidad y admiración, la audiencia de Norman se aburre como una ostra. El principal motivo de que el filme no funcione no es el actor principal (quien guiado por el director consigue borrar todo rastro de psicologismo en su personaje), sino un guión que flirtea con la comedia sin abordarla y que olvida que, para que las historias resulten atractivas, sus héroes deben exhibir rasgos con los que de un modo u otro los espectadores nos podamos sentir identificados. Es posible que el empeño del director por subrayar las crecientes barreras culturales que separan a los judíos americanos (miembros de la diáspora) de los colonos de la Tierra Prometida le haya llevado a convertir a Norman en el mero arquetipo del amable y desprendido judío errante del folclore semita… y los arquetipos no transmiten emoción.

     

    Precisamente, si acaso, el secreto del éxito de personajes tan extremos e inusitados como Forrest Gump es que todos albergamos una parcela dentro de nosotros que podemos ver retratada en ellos: en la certeza de vivir a merced del destino, de no estar a la altura de las circunstancias, de ser tomados por quienes que no somos, de ser malinterpretados –para bien o para mal-… todos nosotros, al fin y al cabo, nos podemos ver ahí, y la magia de la ficción es que nos invita a transitar por un universo extraño pero verosímil, ya sea un espacio temido, deseado o secretamente invocado por nuestro afán.

     

    Desgraciadamente, el Norman de Joseph Cedar no logra invocar ninguna ensoñación íntima: despojado de biografía y de características propias, sin siquiera ser un fantasma o una máscara, el protagonista está totalmente vacío. Tal es el ahínco con el que el director y guionista construye a un individuo impertérrito y hueco, que no nos deja el más mínimo espacio para nuestra proyección. Así, pasados diez minutos de metraje lento e inhóspito, lo que le ocurre al judío neoyorquino nos importa, literalmente, un pito. Ni siquiera el encuentro de Norman con su doble (en el estrafalario personaje de Hank Azaria) ni la pretendida catarsis final logran borrar de la mente del espectador la certeza de que no ha invertido bien ni las dos últimas horas ni el precio de la entrada.

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    Culturamas

  • Lunes, 5 Junio, 2017

    Ayer se emitió en EE UU el último episodio de The Leftovers, una de las series más complejas y líricas de HBO, que se encuadra dentro de la tradición de lo que llamaré “realismo mágico” norteamericano. Pese a los avisos por parte de los creadores, Tom Perrotta y Damon Lindelof, de que la temporada final no ofrecería respuestas, lo cierto es que sí las ofrece, y a esas respuestas se une una sensación de cierre perfecto que aboca a la euforia.

     

    No es The Leftovers una serie para cualquiera; muy al contrario, se trata de una propuesta que selecciona a su público desde el primer minuto, y unos la aborrecerán tanto como otros la admiramos. ¿Su punto de partida? El 2% de la Humanidad (140 millones de personas) se esfumó el día 14 de octubre de 2011. En ese mundo, casi igual al nuestro pero post-apocalíptico, se sitúa la historia del jefe de la policía de Mapleton, Kevin Garvey (Justin Theroux), padre de dos hijos adolescentes y cuya esposa Laurie (Amy Brenneman) lo ha abandonado para unirse a una secta nihilista cuyo objetivo es asegurarse de que nadie olvidará a quienes se fueron.

     

    La distribución de capítulos es altamente audaz, pues los guionistas deciden interrumpir el curso de la trama para convertirlos en estudios monográficos de los personajes que irán contribuyendo de formas azarosas o predestinadas a la materialización de una profecía autocumplida. Así, ya avanzada la primera temporada, hará acto de aparición el personaje central de Norah Durst (Carrie Coon), ulterior pareja de Kevin y el elemento de mayor conexión emocional con esa parte escéptica que cualquier espectador guarda ante una ficción de carácter tan fantástico como esta.

     

    El recorrido temporal de la historia de Kevin Garvey y Norah Durst se alargará durante veinticuatro años, si bien la práctica totalidad de los veintiocho capítulos se centrará entre los tres y los siete años posteriores al evento sobrenatural que dispara el argumento. Uno de los grandes aciertos de la producción es la música de Max Richter, que crea una sintonía heredera de las bandas sonoras de Michael Nyman (viene a ser un preludio musical del leit motiv de El piano) y que educa al espectador hasta evocar una respuesta conmocionada en los momentos dirigidos por el equipo de realizadores.

     

    Concebida a partir de los esquemas del Infierno y el Purgatorio de Dante, la obra en sí constituye una invitación a la catarsis desde el hecho incomprensible de la muerte. Si bien los personajes de The Leftovers parecen los supervivientes afortunados de un suceso dramático, conforme nos adentramos en sus vidas nos preguntamos si no serán ellos los restos, las personas sobrantes (eso es lo que significa el título), los que en realidad se han esfumado. ¿Quiénes siguen aquí y quiénes se han marchado? Esa paradoja tan kafkiana tiñe de infelicidad a cuantos deben seguir adelante con sus vidas después de haber perdido a los suyos sin saber cómo ni por qué. Es tal el dolor por la falta de respuestas, que nos convencemos al final de la primera temporada de tener la enorme suerte de habitar en un mundo en el que los muertos nos dejan un cadáver que nos permite dar por concluido un ciclo. Al ver la serie, llegamos a comprender con alivio que la pérdida que todos experimentamos es sin duda mejor que eso…

     

    En esa inconclusión sin duelo se regodea una segunda temporada, en la que se hace patente la encarnación del Infierno dantesco en Kevin (a quien literalmente Virgil –Steven Williams- le da la entrada al universo de los muertos), y del Purgatorio en Norah (que busca el acceso al espacio de los desaparecidos); y esas dos alternativas en el modo de lidiar con el acabamiento llevan a una inesperada bifurcación. A partir de esa separación, que conduce a la tercera temporada y a los viajes metafísicos y épicos de ambos personajes, se plantea el desenlace como una llegada al Paraíso, en uno de los finales más románticos y satisfactorios de la historia de la televisión.

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    Culturamas

  • Viernes, 2 Junio, 2017

    Hoy se estrena La promesa (2016), el filme financiado enteramente (noventa millones de dólares) por el armenio-norteamericano Kirk Kerkorian, quien desgraciadamente murió un año antes de que concluyera la producción.

     

    La película narra las desventuras de tres personajes durante los últimos días del Imperio Otomano, cuando Mikael, un estudiante de medicina de origen armenio se enamora de Ana, una joven también armenia recién llegada de París, cuya pareja es Chris Myers, un audaz periodista norteamericano.

     

    Como es común en las obras concebidas al servicio de una idea, la película carece de fluidez y de naturalidad. El espectador no deja de ser consciente de estar asistiendo al desarrollo de un didáctico programa de concienciación histórica, en este caso acerca del genocidio armenio perpetrado por los turcos entre los años 1915 y 1917, y en el que fueron masacradas al menos un millón y medio de personas. Los protagonistas están diseñados burdamente; sus caracterizaciones, actos y diálogos supeditados a una función meramente dinámica dentro de la trama.

     

    Los guiones que funcionan suelen emanar de un hallazgo íntimo descubierto por el escritor, quien luego lo deposita sobre un contexto que lo dota de verdad y verosimilitud. El guión de Robin Swicord, reescrito por el director, parece haber sido compuesto como la ilustración de una tesis; pero por muy noble que sea una causa, las buenas intenciones no bastan para incitar emociones en una película.

     

    Es posible que el principal problema de la cinta sea la absoluta falta de química entre la pareja de enamorados compuesta por Oscar Isaac y Charlotte Le Bon. Todo lo conmovedoras que son las escenas entre la actriz francesa y Christian Bale, todo lo vacías de contenido sentimental que están las miradas y los besos entre ella y su amante. Esa falta de conexión entre los intérpretes desapega al espectador de los avatares del triángulo amoroso, despojando con ello al resultado de cualquier impacto emocional.

     

    El otro fallo, grave, de la producción reside en las localizaciones. La pretendida aldea armenia del comienzo está rodada en un coqueto pueblecito español, y hasta se ve la carpintería moderna de aluminio de las ventanas. Para atrezar el interior de las viviendas, el departamento de arte apiló cuantos trastos antiguos encontró a su paso, haciendo evidente lo falso de la situación. No es de extrañar que casi un año después de haber concluido el rodaje, ya en la sala de edición, el director se viera obligado a filmar de nuevo varias secuencias en Nueva York, y es probable que en esos “reshots” tuvieran que insertar una infame pantalla verde donde superpusieron chapuceramente el Bósforo.

     

    Dicho todo esto, merece la pena ir al cine a ver esta película, quien esto escribe es consciente de que su ojo crítico puede llegar a ser muy severo. La entidad del drama humano que representa es tan abrumadora, las actuaciones de Oscar Isaac, Charlotte Le Bon y Christian Bale tan potentes, y la fotografía de Javier Aguirresarobe tan bella (a excepción de la mencionada pantalla verde), que nadie se arrepentirá de invertir en el cine dos horas y cuarto de su tiempo. Lo más importante, es que aprenderá algo que todos los europeos debemos saber.

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    El Cotidiano

  • Miércoles, 31 Mayo, 2017

    Cartel español de la película Norman, dirigida por Joseph Cedar

     

    El próximo viernes día 2 de junio se estrena Norman, subtitulada en español como  “El hombre que lo conseguía todo”, en su versión original “Moderado auge y trágica caída de un conseguidor neoyorquino”.

     

    La cinta narra las humillantes y paradójicas peripecias de Norman Oppenheimer, un pretendido hombre de negocios que logra entablar una relación de amistad con Micha Eshel, un prometedor político que, tres años más tarde, se convierte en el primer ministro de Israel. Con el advenimiento de Eshel al poder, Norman pasa a ser, sin pretenderlo, una figura influyente de la esfera política internacional.

     

    Dejando de lado su reparto de ensueño, tan del gusto del cine underground de la costa Este –Michael Sheen, Lior Ashkenazi, Steve Buscemi, Charlotte Gainsbourg, Dan Stevens, Hank Azaria, Scott Shepherd, Isaach De Bankolé-, el interés de la cinta reside en la filiación artística del enigmático protagonista, pariente cercano del mítico escribiente Bartleby de Melville, o de los personajes de las historias de Franz Kafka, de Saul Bellow y de Isaac Bashevis Singer en el terreno literario; descendiente claro en el celuloide del hilarante e impávido jardinero Mr. Chance de Being There, del simplón y adorable Forrest Gump, o de algunos sujetos de las comedias de Mel Brooks y los hermanos Cohen. No obstante, la incapacidad del personaje interpretado por Richard Gere para invocar simpatía o ternura en el espectador sitúa esta obra en las antípodas de sus referentes.

     

    En efecto, a diferencia de sus predecesoras, esta película fracasa a la hora de despertar interés por los avatares que le sobrevienen al obstinado Norman. Allá donde audiencia empatizaba genuinamente con Mr. Chance en una borrachera de incredulidad, curiosidad y admiración, la audiencia de Norman se aburre como una ostra. El principal motivo de que el filme no funcione no es el actor principal (quien guiado por el director consigue borrar todo rastro de psicologismo en su personaje), sino un guión que flirtea con la comedia sin abordarla y que olvida que, para que las historias resulten atractivas, sus héroes deben exhibir rasgos con los que de un modo u otro los espectadores nos podamos sentir identificados. Es posible que el empeño del director por subrayar las crecientes barreras culturales que separan a los judíos americanos (miembros de la diáspora) de los colonos de la Tierra Prometida le haya llevado a convertir a Norman en el mero arquetipo del amable y desprendido judío errante del folclore semita… y los arquetipos no transmiten emoción.

     

    Precisamente, si acaso, el secreto del éxito de personajes tan extremos e inusitados como Forrest Gump es que todos albergamos una parcela dentro de nosotros que podemos ver retratada en ellos: en la certeza de vivir a merced del destino, de no estar a la altura de las circunstancias, de ser tomados por quienes que no somos, de ser malinterpretados –para bien o para mal-… todos nosotros, al fin y al cabo, nos podemos ver ahí, y la magia de la ficción es que nos invita a transitar por un universo extraño pero verosímil, ya sea un espacio temido, deseado o secretamente invocado por nuestro afán.

     

    Desgraciadamente, el Norman de Joseph Cedar no logra invocar ninguna ensoñación íntima: despojado de biografía y de características propias, sin siquiera ser un fantasma o una máscara, el protagonista está totalmente vacío. Tal es el ahínco con el que el director y guionista construye a un individuo impertérrito y hueco, que no nos deja el más mínimo espacio para nuestra proyección. Así, pasados diez minutos de metraje lento e inhóspito, lo que le ocurre al judío neoyorquino nos importa, literalmente, un pito. Ni siquiera el encuentro de Norman con su doble (en el estrafalario personaje de Hank Azaria) ni la pretendida catarsis final logran borrar de la mente del espectador la certeza de que no ha invertido bien ni las dos últimas horas ni el precio de la entrada.

    Publicado en:

    El Cotidiano