Irene Zoe Alameda

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Anoche tuve un sueño.

Soñé que era estudiante de Veterinaria y que nos reunían a todos los alumnos en el aula magna de la Facultad de Medicina. Había muchos compañeros a los que no conocía, y tan pronto como uno de los profesores que habían ocupado la tribuna se puso a hablar, comprendí la razón de mi desconcierto: allí estábamos reunidos, por turnos, todos los alumnos de primer curso de las facultades de Medicina y de Veterinaria, por lo que era natural que solo conociera a unos pocos. Afuera aguardaban los de los siguientes cursos, que irían entrando en el aula conforme los de los cursos anteriores íbamos saliendo.

El panel, compuesto por profesores de primero de Veterinaria y de Medicina, nos explicó que se había decidido juntar en un solo grupo a todos los alumnos de las dos carreras para hacernos confluir en una sola. Lo que era válido para los ratones lo era para los hombres, y las diferencias fisiológicas y anatómicas entre especies eran, desde un punto de vista científico, nimias. Médicos y Veterinarios seríamos, a partir de entonces, unos: Sanadores de cuerpos. Asimismo, se nos informó de que de ahí en adelante sólo se impartirían clases teóricas y se suprimirían las prácticas porque los expertos en sanidad habían caído en la cuenta de que, al fin y al cabo, bastantes prácticas haríamos a lo largo de nuestra vida profesional, una vez comenzáramos a ejercer.

A continuación nos dijeron que, quienes estuviésemos de acuerdo, deberíamos ratificarlo de viva voz a la lectura pública de nuestro nombre. Y comenzaron a leer en orden alfabético los nombres de una lista conjunta, recién elaborada, de antiguos aspirantes a veterinarios y a médicos.

Muchos de los alumnos se levantaron y se fueron inmediatamente. Todos teníamos los ojos muy abiertos y nuestras pupilas estaban muy dilatadas, yo apenas podía ver. Nunca había sentido un terror tan grave como mi desconcierto. Parecía que lo que estaba viviendo era una pesadilla, pero aquello realmente estaba ocurriendo. Busqué a duras penas el contorno o la cadencia de una presencia conocida, pero los estudiantes de Medicina debían ser más que nosotros, los de Veterinaria. Estaba sola. Las iniciales de la lista se acercaban a mi nombre, y yo no disponía de tiempo para decidir. La mayoría de los jóvenes se marchaba sin ratificarse en el nuevo plan de estudios, y lo hacían en silencio, apenas algunos susurros adornaban la lectura solemne de apellidos a los que de vez en cuando una anecdótica y atemorizada voz, incapaz de sospechar a qué se comprometía realmente, contestaba “Sí”.

Aunque sentía ansias por huir, mi voluntad estaba arrumbada y mis sentidos, paradójicamente, alerta. Oí leer mis apellidos. Alcé la mano y dije “Sí”, y entre sombras discerní en la tribuna un cuerpo que me identificaba y asentía antes de trazar una especie de V (“Visto”) sobre el papel.

Mi parálisis se había confundido con aquiescencia y mi nombre y mi ficha pasaron a formar parte del exiguo grupúsculo de estudiantes –Sanadores de cuerpos- que continuarían sus estudios en la universidad.

Una vez hubieron terminado, el hombre que estaba en el centro de la tribuna tomó el micrófono para decir que, a partir de ese momento, la norma académica obligaba a aprobar al completo un curso por año, con el grueso de las asignaturas en bloque, y que por consiguiente quedaba conculcado el derecho a elegir estratégicamente en qué y en cuántas clases se iba matriculando cada estudiante a lo largo de la carrera.

Luego, a los pocos que habíamos quedado, nos instaron a salir ordenada y rápidamente del aula magna, para que pudieran entrar todos los alumnos de segundo.

Una vez en los pasillos, ya con la vista recuperada y algo menos aturdida, comprobé que el edificio estaba siendo objeto de una profunda remodelación. Había obreros por todas partes que transportaban vigas, sacaban mesas, pizarras y ordenadores, y desde todas las direcciones me llegaba un ruido inconfundible de máquinas tragaperras. Mientras avanzaba hacia la salida no me costó comprender que una parte de la Facultad había sido privatizada y transformada en un enorme y peculiar Casino.

Hordas de jubilados entraban en el edificio de la antigua Facultad de Medicina y en vez de ecos, pasos y voces jóvenes oía el entrechocar de monedas en bolsillos, manos y monederos, confundido con el soniquete de las máquinas y sus falsos premios. Justo a la salida, en estéreo, una voz sacerdotal y un coro grabado que cantaba el Angelus captaron mi atención. A ambos lados de la entrada sendas capillas celebraban funerales por dos recientes difuntos. Además de con un Casino, la Facultad compartiría ahora sus cimientos con un Tanatorio.

Salí a la luz y me senté en las escaleras. Por más que lo intenté, ya no pude pensar más.

En este blog, la autora Irene Zoe Alameda comienza su viaje hacia Los Gatos, California, un lugar soñado que resultó ser también real. Conforme deambula por carreteras secundarias, observará y relatará su mundo: luminoso, algunos días, inextricable otros.

In this blog, the author Irene Zoe Alameda initiates a journey towards Los Gatos, California, a dreamed place that turned out to be real. As she wanders across secundary roads, she will observe and depict the world as it becomes somedays lighter, somedays entirely obscure.

En el último año los españoles hemos sido testigos de la híper-exposición pública de la Corona, algo que se ha intensificado en la última semana con la inauguración de la página web de la Casa Real, el publirreportaje Disney de la princesa Letizia y la misiva antisecesionista del rey. De todas las noticias escandalosas que viene protagonizando la familia real, la que es sin duda más llamativa es la que se deriva de la imagen de la nueva web, con la que el monarca ha pretendido ilustrar su “compromiso” para con nosotros, sus súbditos; una fotografía en la que aparecen el Jefe del Estado y a las dos personas que pretendidamente perpetuarán la línea sucesoria: el príncipe Felipe y su hija, la infanta Leonor.

Lo cierto es que la contemplación objetiva de la foto, con esas tres personas (pre)destinadas a reinar, desata un escalofrío. Quien mayor pavor produce es, sin duda, la niñita Leonor, porque es una menor y por tanto infinitamente más vulnerable a las agresiones contra su integridad psíquica: esa niña sonriente, agarrada por su padre y bendecida por la risa de su abuelo es, ya desde hoy y para siempre, una persona enajenada (alguien que no está en posesión de sí), una especie de esclava del Estado con la aquiescencia de los españoles. De la sesión fotográfica dedicada a la peculiar trinidad ha trascendido que la pequeña es muy madura para su edad y que ya está asumiendo cuál será su destino, distinto del de su hermana.

Sería discutible el hecho de que el rey, que accedió al trono con notable voluntariedad, haya sido alguna vez esclavo del Estado. Menos discutible lo es la situación del príncipe, que aunque nació el tercero en la descendencia de sus padres, fue educado inexorablemente para el desempeño futuro del cargo regio.

Se habla de que la Constitución debe ser “corregida” para que Leonor pueda ser reina pese a no ser varón, pero me sorprende que nadie señale el marco espantoso en el que todo el “negocio” regio se desarrolla ante nuestro consenso político y social: más allá de destellos bucólicos sobre los privilegios de reyes y princesas,  ¿tiene una sociedad derecho a seleccionar a un recién nacido y lavarle el cerebro hasta el punto de anular su voluntad de elección para convertirlo en monarca, hasta su abdicación o hasta el fin de sus días?

Es comprensible que una persona como el príncipe, producto casi perfecto de una educación sin fisuras y rigurosamente orientada a convertirlo en el sucesor de su padre, no haya experimentado ninguna duda acerca de la cesión de su primogénita al Estado. No lo es, sin embargo, que su pareja consorte, la princesa Letizia, haya accedido a semejante ataque a la integridad psíquica y a la futura voluntad de elección de una de sus hijas.

Esta entrega de los primogénitos al Estado por parte de plebeyas y plebeyos en toda Europa (en Dinamarca, Noruega, Suecia, Holanda y Bélgica, Inglaterra próximamente) es monstruosa, más aún proviniendo de madres y padres consortes que sí han crecido en la libertad de elección y que han gozado de la mayor fuente de satisfacción de la edad adulta, que consiste en dominar un área profesional y recibir el reconocimiento público por ello. Si la Casa Real española ve cumplirse sus planes, la hija mayor de Letizia jamás tendrá la oportunidad convertirse en artista, directora de cine, empresaria, cirujana, periodista… Y si en la juventud la joven quisiera contravenir las elecciones que la tradición ya ha hecho por ella, sin duda se la convencerá de que reprima su vocación responsablemente, pues Leonor jamás podrá ser quien ella elija ser, salvo si se alinea con el destino elegido para ella y elige ser reina.

Si esta situación la contempláramos en una película, representaría el horror.

Muchos lectores pensarán que los niños de los países pobres tienen muy poca libertad de elección. Pero la realidad es que tienen tanta como la que su sociedad en conjunto les ofrece. A mitigar la miseria y la ignorancia destina la humanidad grandes esfuerzos, y son muchas las organizaciones que se emplean a fondo en la lucha contra la pobreza. No hay, no obstante, ninguna organización que luche por liberar a los herederos de las monarquías del sofisticado lavado de cerebro del que son objeto y del destino único que irremisiblemente deberán acatar (si no quieren ser repudiados, intentar sobrevivir en un mundo para el que no han sido preparados, y convertirse en el hazmerreír de la historia, como el rey inglés Eduardo VIII…)

A la luz de los avances que conocemos en el campo de la educación y el aprendizaje, orientados a desarrollar las inteligencias múltiples, fomentar el equilibrio psicológico y alentar la creatividad… resulta aún más pavoroso pensar que hay tantos herederos en Europa a quienes se les está inculcando todavía una educación destinada a anular vocaciones y eliminar, como defectos, todos los intereses ajenos a la misión de reinar.

Más allá de los sobrados argumentos políticos que todas las sociedades tienen para rechazar la perpetuación de la monarquía, este argumento, el de la enajenación desde la infancia, debería hacernos reflexionar.

 

Heather Heyer (Facebook)

 

El día 16 de agosto, miércoles, no acudirás a la cita en el Starbucks con tu amiga. Tampoco lidiarás con la fecha límite de entrega de los datos para la sentencia cuyos detalles debes aportar. No habrás estrenado los nuevos pantalones ni las sandalias, ni habrás limpiado de una vez la bañera. Tampoco habrás cerrado (¡por fin!) una cita para el fin de semana con ese chico que te lleva interesando desde marzo.

 

Ese día estarás muerta y millones de personas - decenas de miles en presencia- seguirán tu funeral, retransmitido por los medios casi como un funeral de estado. Tu padrastro será el único con la suficiente entereza en tu familia para hacer declaraciones y loar tu dulzura, tu bondad y tu capacidad de esfuerzo. Alguno de tus compañeros se atreverá a hablar de tus sueños, pero tú no llegarás a saber si habrá acertado en algo o simplemente habrá proyectado en ti las expectativas que en cierto modo tiene para sí mismo.

 

El día 16 de agosto serás un símbolo mundial frente a la barbarie nazi, frente a los supremacistas americanos. Cinco días antes uno de ellos te habrá pasado por encima con su coche.

 

El presidente de tu país no se referirá a ti, y ni siquiera llamará a tus padres para darles el pésame.