(Este falso reportaje, o road trip, fue publicado en el número 10 de la revista Granta, titulado "Cosa de hombres", en septiembre de 2009. La muerte de Hugo Chávez vuelve a ponerlo de actualidad)
Un hombre tuerto, un disfraz y un columpio. El hombre tuerto era mi abuelo; el disfraz, de india; el columpio, el que me causó la brecha que aún disimulo en mi barbilla. Pasé mi primer año de vida en Caracas, con mi abuelo. La foto que describo se tomó el 23 de agosto de 1975, el día de mi cumpleaños. Llevo puesto un traje de indígena por ese uso paródico tan común en los adultos: me vistieron de india por ser rubia. Me han contado que, justo después de tomarse la foto, me impacienté por bajarme del columpio y salté a tierra. También me han contado que no dejé de pellizcar la piel oscura de la médico mientras ésta me cosía la barbilla. De vuelta a Madrid, fui una niña soberbia: mis brazos exhibían cicatrices de vacunas impensables en España. La costura en mi barbilla era un triunfo: la había causado un desliz de mi abuelo –un poderoso empresario, un prófugo del desamor y, sobre todo, un pirata tuerto. Vuelvo a contemplar la foto: la barbilla aún intacta, el antifaz y el vacío. Siempre he reivindicado en mí un grado de distinción que no suelo admitir en otros. He de reconocer que esta singularidad tan impúdica la empecé a forjar en Venezuela. (Texto publicado en el
Papel Literario del
Diario El Nacional de Venezuela el 4 de julio de 2009, página 11)
_________________ Para la vuelta de Venezuela, la escritora se había propuesto entregar su reportaje, largamente pospuesto, sobre Senegal. El año anterior había realizado un viaje por el país africano, y durante 21 días de exploración recorrió el país a lo largo de la carretera trasversal que une el interior con la costa, al tiempo que había ido anotando detalles, itinerarios y reflexiones con disciplina documental. La inversión de tanta pulcritud no fue retribuida por el valioso impacto irreflexivo que suele dotar de sentido a los buenos viajes. Como todos los escritores, ella sabía que los verdaderos textos se gestan en el falso caos orquestado por la imaginación. En el embarque del vuelo de Atlanta con destino a Caracas pensaba la escritora en ponerse a escribir sobre su ya lejano viaje a Senegal. Para alentarse, pensaba en el ballenero Melville, en el soldado Cervantes, en el marino Conrad, en el traficante Rimbaud; pensaba en la difícil negociación que se da en la personalidad de una escritora antes de que el mundo la reconozca como escritora; pensaba en que Coetzee había llamado en
Elizabeth Costello “lo Invisible” al autor que reclama su espacio omnímodo en la vida del artista; al personaje colonizado por lo Invisible (la materia humana que lo sostiene) lo denominó “Secretaria/-o de lo Invisible”; pensaba en que Millás, mucho más apasionado y menos teórico en los espacios dedicados a las simbolizaciones, había denominado “yo neurótico y sufriente”
[1] al autor que pugna por existir y emanciparse, y “asesino” a la persona
normal, cuya máscara esconde al escritor. Pronto se percató de que su compañero de fila en el avión intentaba que su mirada se cruzase con la de ella. Pero la escritora se afanaba en producir una idea sobre la que extender una inteligente red de asociaciones. “
El yo Invisible procesa la misma realidad que las personas más realistas, pero la contrasta con una retícula imaginal en un ejercicio de traducción directa e inversa permanente que tiene forma de diálogo. La imaginación, como la describió Bakhtin, es dialógica, y quienes escribimos sabemos lo costoso, desde un punto de vista psíquico, que es descubrir primero, asumir después y finalmente renegociar los términos en los que ese diálogo se va a instaurar de forma definitiva en nuestro carácter y en nuestra vida. Volviendo a Coetzee o a Millás, la consagración de la escritora tiene lugar cuando la asesina deja de reprimir a la Yo Neurótica Invisible para convertirse en su humilde Secretaria: cuando La Imaginación ha domesticado a la Realidad.” Su compañero de fila terminó por iniciar su anhelada cháchara, y lo hizo preguntando a la escritora acerca de su nacionalidad y los motivos de su viaje a Venezuela. El trabajo conversacional de la escritora acabó pronto porque él, impaciente, dijo:
"Mi vida sí que es para escribir un libro. ¿La quieres escuchar"
Y ella, cortés y desinteresada, asintió. Y escuchándole se enteró de que aquel hombre se llamaba Rafael Ramírez y estrenaba su primer día de libertad después de haber cumplido 2 años de sentencia, condenado por un delito de Blanqueo de Dinero. Rafael le habló durante un par de horas de las timbas de póquer que había jugado en prisión de McRae apostando Tuna Fish; del juez Middlebrooks, de los agentes federales que les ofrecían a los detenidos cambiar meses de cárcel por personas; de los condenados a “vida”, cadena perpetua, y de cómo se podían acumular “vidas” como latas de Tuna (en McRae hay gente con 7 vidas). Le contó cómo lloró cuando se enteró de que le iban a liberar, porque había pasado dos años en gran medida gozosos: sin trabajar, sin atender a su esposa ni a sus hijos, sin dinero y con Tuna Fish en el armario, con televisión y cine, y libros, y póquer y amigos. En dos momentos distintos le dijo dos frases memorables. La primera es la frase que pronuncian los asistentes del juzgado cuando se va a iniciar un juicio:
“Los Estados Unidos de América contra Rafael Ramírez”
La segunda bien valdría para dar título al capítulo de un libro:
"Tú sí te pareces a Dios"
que fue lo que exclamó Rafael al conocer a su abogado, tres días después de su detención. Cuando el ex-convicto se cansó de contar, la escritora se fijó en las personas que los rodeaban, y con poquísima perspicacia se enteró de que el deportado y ella compartían fila con Sergio Chejfec y con Miguel Gomes, los dos autores con quienes al día siguiente compartiría mesa redonda en la Bienal Literaria de Mérida, Venezuela. Pero la suerte de escuchar la historia de Rafael la tuvo sólo ella:
The only reality highlights when you are out of place
Fue lo que pensó, y en la inminencia de su aterrizaje en Caracas admitió ante sí que no iba a poder escribir su reportaje sobre Senegal. Al contrario que hizo en Senegal, la escritora se entregó a su viaje por Venezuela con una desidia creciente. No le gustó que le hicieran rellenar, con un grasiento bolígrafo, un formulario en el que juraba por su honor no estar infectada de Gripe A, ni tampoco que le hicieran prometer que durante su estancia en el país iba a cubrirse la boca para toser y a lavarse las manos con jabón, durante al menos 20 segundos, con frecuencia. (En ninguna de sus visitas a los aseos públicos en los 11 días que duraría su viaje por Venezuela encontró la escritora jabón para lavarse las manos. Tampoco papel higiénico.) Tampoco le gustó que un oficial aeroportuario comprobara que la maleta que sacaba de la cinta de equipajes era efectivamente suya, ni que la abordaran docenas de carteristas y librecambistas al salir a la sala de llegadas. Le pareció enormemente descortés que el señor que les esperaba, a ella, a Gomes y a Chejfec, les soltara un puñado de bolívares y les abandonara a toda prisa frente a una Posada para que descansaran durante las 5 horas que les sobraban hasta su próximo embarque. No descansó en la posada, entre otras cosas porque estaba construida a pie de pista. Durante toda la noche despegaron y aterrizaron aviones que le hicieron revivir una pesadilla subconsciente que había heredado del 9/11 del 2001, cuando vivía en Nueva York. Cuando por fin llegó a mediodía a su destino en Mérida se disgustó más. El saludo personalizado que le dedicó su admirado Vila-Matas se revelaría falso tres días después, pues ni él la reconocía, ni la había leído, ni sabía que ella había contribuido con un excelente artículo al monográfico sobre su obra editado por Arco-Libros, bajo los auspicios de la Universidad de Neuchâtel. En la recepción del hotel dieron por supuesto que ella, por ser hembra, era la esposa de uno de los escritores que estaban registrando su llegada, y le dieron una segunda llave para acceder a la habitación de Chejfec. Eso la soliviantó. Se encaró tan mal al recepcionista que éste la castigó destinándola a la última de las habitaciones del último de los corredores, colindante con las obras de una retroexcavadora que, desde ese punto hasta su huída de Mérida, no dejó de enviarle insectos y ruidos. Mientras deshacía su equipaje para sacar un pijama y echarse un rato a descansar, un representante de la Bienal la informó por teléfono de que era la hora del almuerzo y luego, como distraídamente, se despidió:
"Hasta las 2, pues"
"A las 2... ¿por?"
"Porque a las 2 es su mesa redonda. ¡Ay! ¿No se lo han informado? ¡Qué mala pata! Su mesa redonda se ha tenido que adelantar de las 6 a las 2 por motivos de organización."
La escritora registró mentalmente que, entre las formas de cortesía del país figuraban ciertos trucos de manipulación falsamente educados. Como no había dormido la noche anterior en la posada de la pista del aeropuerto de Maiquetia, ni tuvo tiempo para una siesta previa a su comparecencia, se durmió frente al público en el coloquio posterior a su intervención en la Bienal. Esa noche las hormigas y las arañas que habitaban cómodamente en su cuarto de baño, le chuparon la sangre y le mordieron todo el cuerpo. La escritora amaneció muy maltratada, y como no tenía esponja y se sentía tan pegajosa, decidió exfoliar en alguna medida su piel y para ello recortó la toalla de manos, rota y raída, del hotel. En su segundo día en la Bienal la escritora se dispuso a participar activamente, pero el cansancio la obligó a comparecer con un perfil intelectual más bajo que el que en circunstancias normales le habría correspondido. Mostró su determinación de salir a conocer la ciudad, pero tanto los miembros de la organización como los trabajadores del hotel y los dos taxistas a los que rogó que la sacaran de paseo, la disuadieron de la idea: en Mérida morían decenas de personas a balazos cada semana. Dejar a la escritora salir de paseo era como aquiescer con un suicidio, de modo que quedó recluida en el interior del hotel. Ese día le hicieron una entrevista y la fotografiaron. Estaba cansada, aburrida y taciturna, y no salió ni muy lista ni muy guapa. Insomne en su segunda noche, la escritora exigió, sin éxito, a las 3 de la madrugada un traslado a una habitación sin insectos y a ser posible lejos de la retroexcavadora. En el tercero de sus días la escritora ejerció como poeta junto a Willy Mackey, José Tomás Angola, Manuel Vilas, Jaime Rodríguez y Jorge Carrión en un recital en Mogambo, el supuesto mejor restaurante de la ciudad. Durante su lectura, la escritora causó un grave problema a alguien del público, con tan mala suerte que la persona a la que su poema causó consternación era la misma persona a quien dicho poema había buscado impresionar. Entre los asistentes a la Bienal había una editora, y la escritora había pensado que, tal vez, si a dicha editora le gustaban sus versos, ésta podría terminar editando su poemario Antrópolis. El poema que causó el malestar en la editora era muy largo, una letanía titulada Debree. Y los versos que levantaron la ira de la editora fueron:
Los seis mil coitos que llevo sobre mis ingles,
con sus cardenales y sus marcas.[2]
A la escritora le contaron que, según la señora oyó los versos (era el tercero de los poemas que llevaba recitados), se levantó de la mesa del convite, y al grito de:
“¡Camarero, póngame una copa!”
se arrinconó en la barra con mohines de masticar mal humor y desaliento. Por si a la escritora aquella grosería no le había quedado clara, cuando a continuación salió a recitar un poeta publicado por la editora, ésta exhaló con extemporaneidad:
“¡Esto SÍ es poesíaaaa!”
Y siguió bebiendo y mirando a la escritora de reojo desde la barra. Esa noche, tal vez a consecuencia del ataque que había sufrido en Mogambo, la escritora durmió mal. Tenía jet lag y las chicharras no paraban de graznar como gallinas. A eso de las 4 de la madrugada se dio cuenta de que una de sus pantorrillas sangraba por varias de las picaduras, y el susto la hizo despertar del duermevela profundo en el que el agotamiento suele sumir a las personas. Entonces recordó que cuando preparaba la selección de poemas para el recital de la velada previa, tres hormigas habían asomado, alarmadas por el tableteo, del teclado de su ordenador. Acordarse de los poemas y del recital aumentó su tristeza. Su habitación del hotel La Pedregosa estaba infestada. Se levantó decidida, se personó en recepción, plantó con flexibilidad de bailarina su pierna, picoteada y sangrante en el mostrador, y exigió por segunda noche consecutiva el traslado a una habitación sin bichos. Esa vez sí la trasladaron y además le prometieron que fumigarían su habitación al día siguiente. A lo largo de la tercera jornada escuchó al poeta editado por la editora alabar en un novelista su editorial el hecho de que su obra fuera
“muy del siglo XXI. Su escritura me recuerda a la de Borges y Kafka.”
???????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????? (¿No son Borges y Kafka muy del siglo XX?) (La editora aplaudió mucho aquella desafortunada intervención del favorito de sus autores.) Como a las 6 de la mañana ya estaba despierta y le sobraban bastante horas, la escritora solicitó un conductor a la organización de la Bienal, e hizo varias excursiones. De camino a Jají (un falso pueblo diseñado por un arquitecto italiano en 1960 para que se pareciera a una aldea andina) la pararon en un lugar que le pareció un vertedero de basuras. Sin embargo, le explicaron que era un mirador con excelentes vistas a la ciudad de Mérida, y le señalaron el aeropuerto fantasma de la ciudad –clausurado por incumplimiento de la normativa de seguridad aeronáutica- y el estadio del Campeonato Latinoamericano de Fútbol. En la sinuosa y ascendente carretera que conducía a Jají se topó con la antigua Chorrera de las González, en la actualidad un rincón desolado que había sido una cascada natural barrida por un desprendimiento de piedras. Y vio a varios hombres borrachos, que paseaban su inestabilidad descalza por las curvas de la carretera. Tan borrachos que no se tenían en pie, algunos incluso habían perdido su ropa (incluidos sus calzoncillos). El conductor le explicó que tanta ebriedad era normal en Venezuela, sobre todo los fines de semana. Aprovechando una parada en que su guía tuvo que descender del vehículo para echar a un lado a un borracho que dormía en medio de la carretera, la escritora tomó una foto a la voluptuosa naturaleza de la Sierra de Mérida. Pararon 20 minutos en Jají. En efecto, era un pueblo arquetípico, con la estatua de Bolívar en el centro de la plaza. Lo verdaderamente interesante de Jají eran la peculiar dentadura de los gatos callejeros y un viejo señor alemán, al que encontró, plácido y expandido, sentado sobre los escalones de la iglesia. Al alemán le preguntó la escritora por los gatos. Éstos contaban con dos incisivos centrales en la mandíbula superior. Él se limitó a sonreír con cierto aire de ensoberbecimiento. Luego masculló que Venezuela era un país de
“Schseisse”
pero que gracias a las nuevas tecnologías se las arreglaba para comprar por internet tantos bienes como le eran necesarios para disfrutar del universo material, al que estaba muy apegado. También visitó el Páramo, donde pasó frío y creyó ver un cóndor. Y de regreso a la urbe la llevaron al Mercado Central,
"Orgullo de Mérida"
???????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????? Llegó a tiempo de asistir a media tarde a una interpretación pseudoteatral y reducida de 2666. Pero la euforia tras aquel simpático espectáculo fue anulada a continuación por el sabor a Tetrametrina (el componente insectida del Baigón) que emanaba de su cepillo de dientes. Escupió, escupió, escupió, y una vez hubo escupido y rascado a escupitajos toda la sustancia líquida que le quedaba en el tubo digestivo, investigó la situación y dedujo que la señora de la limpieza había fumigado las repisas del cuarto de baño, pero no el suelo, aún poblado de hormigas hiperatareadas– ninguna muerta. De ahí hasta su huída de la ciudad, las arañas la siguieron picando, y las hormigas mordiendo. Con los dientes sucios y la boca abrasada, la escritora fue trasladada a la ceremonia de concesión del Doctorado Honoris Causa a Enrique Vila-Matas, que comenzó de forma puntual según el canon venezolano de + 2 horas sobre el momento anunciado. El placer espectatorial de la situación y el enclave desapareció en cuanto el autor hizo gala de su habitual carencia: Enrique Vila-Matas es un escritor que no sabe terminar los cuentos. Cayó como de costumbre en su error de inmadurez narrativa, que consiste en la confusión autor-narrador, y que a menudo le lleva al autor a confundirse con el personaje que describe, y a intentar persuadir a su público de que él como sujeto biográfico, encarna las mejores cualidades de un adorable antihéroe. En su historia, Vila-Matas, además, incurrió en un error de ordenación lógica elemental, y contradijo varios de sus puntos de partida. El texto, además, acabó embarrándose en un lodo teórico muy propio de un escritor acomplejado por un injustificado sentimiento de superioridad intelectual, y a causa de esto perdió definitivamente su inicial y prometedora frescura. La depresión en que quedaron sumidos los escritores más jóvenes después de la intervención de Vila-Matas halló su compensación en el vino venezolano de
Schseisse
que bebieron durante la cena en el otro restaurante visitable de Mérida, La Abadía. (Este restaurante estaba a 180 metros del Paraninfo de la Universidad de Los Andes, pero la ciudad es supuestamente tan peligrosa que hasta el restaurante había que ir en taxi.) Al día siguiente, por fin, la escritora se fue de la ciudad. Antes de salir, realizó el checkout del hotel y el recepcionista que la confundió con una consorte de escritor y le negó una habitación sin insectos la segunda noche, sacó de un cajón los restos de la toalla de manos que la escritora había recortado, y tirado a la basura de su cuarto de baño. Por aquellos restos le cobraron 30€. El recepcionista, por añadidura, tosió mucho contra la cara de la escritora durante el tedioso intercambio de reproches y pago. La camioneta que la trasladó al aeropuerto llegó a El Vigía a la hora misma en que debía salir su vuelo, de modo que todo fue bien y 2 horas más tarde embarcó rumbo a Caracas en un avión pilotado por un prejubilado suicida. La escritora, que posee un carnet de piloto privado, constató todas y cada una de las infracciones que el piloto de Santa Bárbara Airlines cometió a lo largo del vuelo, especialmente en su entrada al circuito de tráfico de Maiquetia y en el aterrizaje desaforado. En el aeropuerto debía trasbordar hacia Porlamar (Isla Margarita), y aunque su vuelo desde Mérida llegó 1 hora después de la hora en que habría despegado su avión de Ravsa hacia la isla, se cumplieron sin prisas los horarios venezolanos, y de madrugada la escritora hizo su entrada en uno de los resorts más caros del Caribe. Esa noche le costó conciliar el sueño porque el recepcionista la recibió en el hotel al grito de:
“¡¿eZpañola, eh?!!
Y tuvo que invertir algunas horas en calmar su irritación. Luego se durmió, y dormida se rascó mucho las piernas. Los sucesivos días en la Isla estuvieron bien. Tan pronto como había salido de la protección de la Bienal de Literatura, la escritora había empezado a comprobar cuáles eran los efectos económicos del Chavismo. Antes de cada embarque era obligatorio pagar un suplemento de tasas aeroportuarias. Carísimas. Para el pago no se admitía tarjeta, y se vio obligada a cambiar los 100$ que traía consigo de Norteamérica. El cambio que ofrecían las casas de divisas era de 2 bolívares por dólar; el cambio que ofrecía, solícito y tramposete, cualquier viandante era de 6 bolívares por dólar; y los cambistas profesionales del aeropuerto llegaban a ofrecer hasta 8 bolívares después de un breve regateo. En cualquier caso, el dinero que consiguió se acabó pronto y en cuanto llegó al aeropuerto de Porlamar tuvo que sacar dinero de un cajero, a precio de usura chavista. La extracción bancaria requería su aprendizaje a lo largo de un proceso de prueba y error muy similar al entrenamiento de un videojuego. Las máquinas permitían una dubitación de 1,3 segundos antes de teclear las respuestas inquiridas. Reiteradamente la rendija arrojaba su tarjeta y anulaba la transacción. Las preguntas eran del tipo:
Dígitos 4 y 6 de su Tarjeta Identificativa
Al cabo de unos 10 minutos de entrenamiento, la escritora obtuvo su dinero. Al cambio oficial, el resto del viaje le salió a precio nórdico, como si hubiese pasado unos días en Estocolmo, y no en poblachos del Caribe venezolano. Desde su resort de lujo, la escritora se acercó andando a lo largo de la costa a los hoteles cercanos, y durante los paseos siguieron picándole los mosquitos. La discoteca de la playa no dejaba de sonar hasta muy entrada la madrugada, y los tapones de oídos que usaba todas las noches le agrandaron en demasía los orificios de las orejas, con la consecuencia de que, durante un par de días, oyó más de lo normal. Al final de la segunda jornada en Isla Margarita una sospechosa fiebre gripal la acosaba de tal manera que tuvo que vencer su odio hacia el recepcionista xenófobo para pedir una aspirina. Ella tosía, y replicó con una sonora y húmeda
¡¡¡TOS!!!
directa a los ojos de aquel hombre cuando éste le dijo:
“¿La eZpañola quiere una aZpirina?”
El paraZetamol le aplacó la fiebre. Esa noche la escritora tosió mucho y se rascó mucho las piernas. Aprovechó los días de asueto para conocer en profundidad Isla Margarita. Alquiló un carro que manejó ella misma, y lo hizo pagando por 2 días más de lo que pagó un año antes por una semana de coche cuando recorrió Suecia. Se cuidó de preguntar a nadie por la seguridad general y vial, para evitar que la disuadieran de llevar a la práctica sus excursiones. Lo primero que hizo fue ir al Centro Comercial Sambil, el lugar más recomendado por todas las guías turísticas. Pero Sambil, en el Pampatar, era un mall de
Schseisse
y el aire acondicionado le agravó la fiebre. Se percató de que los cánones de belleza venezolanos eran algo desmesurados en lo que se refería a las hembras (La escritora tomó una foto a los inconmensurables pechos de una maniquí). Conoció Santa Ana, La Asunción y el Valle del Espíritu Santo, y tomó algunas fotos que merecieron la pena. En el interior de la Basílica se encontró a una mujer recién parida, con la vía intravenosa y el pijama todavía puestos, que en su delirio fervoroso se había escapado del hospital para presentar a su hijo a la Virgen del Valle. La Basílica es una construcción deslumbrante y está rodeada de
Schseisse
En los puestos de alrededor la escritora compró un jugo y con él ingirió un parásito intestinal que le absorbió un buen porcentaje de los alimentos durante varias semanas. La existencia de un problema político en Venezuela se manifestaba de forma nítida masiva aunque discreta: la voz de Chávez o de sus acólitos era retransmitida por todas las emisoras de radio, y el mensaje de que Globovisión, la televisión no chavista
no informa, enferma
le quedó claro, porque lo leyó en las paredes de muchos edificios, grandes y pequeños, en todas y cada una de las poblaciones por las que pasó. Para el segundo día de excursiones, el tercero en la isla, dejó la visita a Juangriego, ciudad portuaria con un histórico fortín de
Schseisse
y la visita a la mini-península de Macanao. Recorrió en una barcaza la Laguna del Parque Nacional de la Restinga en un paseo desmesuradamente caro, soso y feo. El conductor de la barca no asimilaba el acento español de la escritora a su propia lengua, y la habló por señas. Luego fue a Punta Arenas con la firme intención de contemplar el atardecer pero se encontró con que la mejor playa de la Isla era una
MEGASchseisse
(La escritora no hizo fotos en Punta Arenas)
y continuó camino hasta Boca de Pozo, donde no vio el atardecer porque de pronto se nubló el día. La escritora había tratado de aguantar la fiebre y el resto de los síntomas gripales durante su estancia en Isla Margarita. Había hecho como si no existieran, y finalmente se rindió a la evidencia de que sufría tal congestión que no tenía sentido del gusto. Perdió el apetito y en el vuelo (5 horas retrasado) de vuelta a Caracas se sintió desfallecer. El precio descomunal del taxi que la sacaría del aeropuerto de Caracas la obligó a sacar más dinero de un cajero (y tuvo que reentrenarse para lograrlo), y eso estimuló tanto su producción de mala bilis que cogió su teléfono móvil y simuló una llamada telefónica a una supuesta amiga, conversación cuya réplica propia grabó en su teléfono. Con su supuesta amiga reflexionó acerca de las consecuencias de la política monetaria del gobierno venezolano. Compartió con ella su teoría de que Chávez había puesto en práctica con escrupulosidad y mimo un manual sobre cómo corromper la economía de un país. El hecho de fijar un cambio exterior de la moneda que no reflejase el valor real y la prohibición a los venezolanos de comprar divisas para evitar la salida de capitales, había obligado a los propietarios de las grandes fortunas a hacer en primera instancia
Money Laundering
(que era el delito por el que había cumplido dos años de cárcel Rafael Ramírez, el hombre con el que había compartido el vuelo desde Atlanta), y más adelante a emigrar a países vecinos, especialmente a Colombia. Los capitalistas habían escapado del país, dejando la capacidad para las grandes inversiones en las manos únicas del Estado. El desfase entre el valor real del bolívar y su equivalencia ficticia había causado otros efectos: había hundido el poder adquisitivo de todos los ciudadanos y había anulado el comercio exterior privado. Como además el petróleo era un monopolio del Estado, y éste exportaba los barriles a cambio de dólares, las monedas, venezolana y extranjera, estaban en manos gubernamentales. En Venezuela, donde todos los funcionarios estaban obligados a vestir la camisa roja del Partido Socialista Unido, había una confusión absoluta entre Ideología e Instituciones, entre Partido y Estado. Además había aumentado de manera espeluznante la criminalidad en el país. Sólo durante el anterior fin de semana 54 personas habían sido asesinadas por arma de fuego en Caracas, en su mayoría hombres (también la inmensa mayoría de los 13000 muertos de esa ciudad en el 2008 también habían sido hombres). Ese incremento de la violencia extrema era una consecuencia de la salida de las FARC de la sierra colombiana hacia la sierra vecina. Un informe del Congreso de los EE.UU. había calificado de
Narcoestado
a Venezuela. Ahora era Venezuela el máximo exportador de drogas de todo el continente americano. Eso constituía una fuente adicional de dólares en un país necesitado de moneda extranjera para afrontar sin peligro las importaciones, sin las cuales el gobierno populista de Chávez se vería en grave riesgo de revuelta popular. Cuando la escritora hubo terminado de charlar con su amiga, la taxista le comentó que lo que había dicho por teléfono era
“correcto, parece tener su lógica: los terratenientes se han ido del país”.
La escritora se dio cuenta de que la taxista vestía una camisa roja tres tallas mayor de lo que le correspondía. Durante aquel trayecto entre el aeropuerto y el hotel de Caracas la escritora se intoxicó con los bencenos de la pésima combustión de los motores que ensuciaban el tráfico. Mientras se rascaba las piernas, preguntó a la taxista si era obligatorio que los carros de cierta antigüedad pasaran una
“inspección técnica de vehículos que vigilase sobre todo el estado del motor”
y por respuesta recibió un cortante
“Sí”.
Luego preguntó por la costumbre venezolana de arrancar las matrículas y los cinturones de seguridad a los carros, y la conductora chavista se rió hacia el interior de su garganta de muy mala gana. Al llegar al hotel la escritora no pudo negociar el precio del paseo y pagó la tarifa máxima, al mínimo cambio (unos 90€). Caminó por el único barrio seguro de Caracas, Las Mercedes, en un radio de 200 metros a la redonda; durmió hasta las 5 de la madrugada; y regresó al aeropuerto. Allí se quedó sin plaza en su vuelo a Atlanta, vendida por overbooking. Del vuelo de las 8 fue transferida al de American Airlines a Miami, a las 11. Del de las 11 fue transferida, por overbooking, al siguiente de American a las 15 horas, pero sin garantía de acceso al vuelo, por overbooking de nuevo. Logró embarcar en dicho vuelo gracias a su iniciativa de localizar a un trabajador de la compañía de su billete original, Delta Airlines, en los sótanos del aeropuerto, y de no soltarle hasta que éste hubo pedido por favor al encargado de American que
“permitiese embarcar a la eZpañola, ji, ji, ji, ji”
La escritora, o su equipaje, fueron registrados en 4 ocasiones antes de salir rumbo a Norteamérica. Varones de la Guardia Nacional, de la Policía venezolana, de las Autoridades Aeroportuarias y de nuevo de la Guarda Nacional, la escrutaron y rompieron, ya en la bodega del avión, la cerradura de su maleta. También aquel vuelo internacional salió con retraso, con 3 horas de retraso, que fueron las que le hicieron perder el vuelo de conexión a Washington, y tener que dormitar en el suelo del aeropuerto 6 horas hasta, por fin, embarcar hacia su penúltimo destino. Una vez en Washington, pasó por su casa de madrugada, cambió de maletas, y regresó al aeropuerto rumbo a Santander, con escala en Madrid, donde se incorporó a la Reunión anual de Directores del Instituto Cervantes. Tras 3 días sin sueño, con la Gripe A enseñoreada en su cuerpo, las piernas agujereadas de picaduras y una tenia en el instestino, la escritora tuvo que reprimir la tendencia a delirar que había adquirido su cerebro febril. Aguantó en las reuniones 2 días, cubriéndose para toser y lavándose las manos durante 20 segundos con abundante jabón a la mínima oportunidad. Cuando ya el viaje parecía llegar a su fin, y hacía cola junto con los 78 directores del Cervantes para saludar personalmente a los príncipes de Asturias, un encargado de Protocolo le preguntó si se encontraba bien, y de dónde venía:
"De Venezuela"
luego le miró la tarjeta identificativa que colgaba de su cuello:
"Directora del I.C. de Estocolmo"
El señor de Protocolo se ausentó por 2 minutos, y cuando la escritora sólo tenía por delante 7 directores para estrechar la mano de los príncipes le gritaron:
“¡Estocolmo!”
y la sacaron de la fila, la llevaron al hospital, le diagnosticaron la Gripe A, la cubrieron con una mascarilla y la metieron en un avión de regreso a Madrid. Para cuando se recuperó de la Gripe, la escritora recibió la visita de su abuelo (el pirata) y de sus padres, a quienes mostró el texto que había publicado en el Diario El Nacional, antes de su llegada a Venezuela. Reflexionó en voz alta:
“Venezuela es atrás. En el tiempo, y en el espacio...”
Y con alivio, acerca de su último viaje, se puso a escribir.
[1] De corpore insepulto, con el rostro lleno de barba de tres días, sucio como un viudo reciente, la novela perdida entre las sábanas, yo mismo, de corpore insepulto, recibí por la tarde al que me mata. Venía con el cuerpo presente, fatigado de ganarse mi pan. Desde la puerta, ojeando el periódico, me dijo: "Hoy debería asesinarte un poco". (Juan José Millás, en
http://poeticamentecorrecto.blogspot.com/2007/06/juan-jos-millsde-corpore-insepulto.html)
[2] Del poema
Debree: La sangre que me ha salpicado: La sangre que me va a salpicar y todavía no me ha salpicado. La que salpico yo y me salpican – (limpia o no. Metálica y fluida.) Sin voluntad moral... todos los errores: (... que se verifican a la vista del esfuerzo invertido en simularlos) El hambre, sea cual sea, de mi vientre. La paz que me reporta asirme al deseo, que es raro y abstracto; la negación de unas horas privadas de inter-cambio interrumpido; el cuerpo accidental, que vibra y se me aleja. Todas las enfermedades venéreas que se pueden contraer o contraje. Mis toses de escorbuto y el carraspeo anual de mi garganta. La historia que se entrega en folletín, y se repite púdicamente. Tampoco enseña. Su torre y la mía – la tuya, que lees: su torre y la tuya, la mía. El paralelepípedo trunco. El tsunami de insectos y de presos. La fobia a despegarme del suelo si es más allá del salto. La náusea y la sed: La sed y la náusea, que van juntas. La falsedad del posesivo y la verdad irrefutable del indeterminado. Mi escuela y mis cantos y mi voz reseca y mi padre encallado y mi abuelita muerta: el infarto susodicho. La invasión de los sucesos colectivos que me implican y me asaltan. El buen menú de luto y la arcada en simetría y paritaria. La sangre intoxicada de pudor. La herida inconclusa. La herida de todos que no duele de nadie. La niebla imantada sin radares, el cuerpo-brújula al caer en un abismo: la presión barométrica, la caja torácica aplastada al azar. La sed de aire. La lengua apuntada. La campanilla morada, y luego negra. La pupila que rezuma la hipótesis vegetal. El fuego. Los saltos exteriores o interiores. El balcón volador. El cuerpo legendario. Halcones de mármol. El impacto, cómo no.
Debree Los seis mil coitos que llevo sobre mis ingles, con sus cardenales y sus marcas. La celebración de mi hermano: decir lo que él diría. Callar cuando él callaba. La impotencia ante mi madre. El mercado en el que lloré como Raskolnikov todas las omisiones de mi voluntad: Las miradas de agradecimiento, las canciones de redención. La voladura incontrolada de la dichosa melancolía: porque mucho se ha perdido, y eso es malo. Aunque me vaya librando de mí a cada punto y coma; liberando de mi ansia en cada punto.
Debree